De policías y ladrones
En la ciudad más violenta del mundo unos mueren en manos de delincuentes. Otros en las de policías, sin que para esa gran mayoría pobre de venezolanos exista ni justicia ni la cercana posibilidad de ganarle al modo de vida en el que sobreviven.
Por Aymara Lorenzo
Después de la primera detonación sin eco Lilian corrió detrás de Jonaiker. En ese momento ella pensó que era de acero y que ninguno de los proyectiles la alcanzaría.
Se abalanzó sobre el cuerpo de su hijo para protegerlo, pero las balas no la rozaron.
—¡No lo mates por favor, no lo mates! —Le imploró Lilian al verdugo de su hijo. Pero de nada le sirvió. Recordó ese momento levantando los brazos y gesticulando en el aire, como tratando de envolver el cuerpo que no volvería a abrazar.
Durante esos segundos, casi al caer la noche del 29 de agosto de 2018, ninguno de los que estaba en la cancha de baloncesto se movió. Solo Lilian y su hijo quienes, como en el juego, trataban de esquivar a su oponente para llegar hasta el aro. Pero no se trataba de encestar la pelota, sino de salvar sus vidas. Que la muerte no se los llevara.
—Yo hice todo —dijo entre sollozos— cubrí a mi hijo para que no le tocaran los tiros a él sino a mí. Pero…—hizo una pausa para tomar aliento y continuar— ¿cómo hicieron ellos para matar a mi hijo así?, aún no lo sé.
La cancha del Sector 2 La Telita, en El Cementerio en el suroeste de Caracas se tiñó de un rojo intenso que sin límite recorría el cemento de pintura desteñida.
—Cuando mi hijo corrió yo me fui detrás como cubriéndolo. Igual ellos corrieron, mi hijo corrió y yo detrás. En una de esas le vuelven a dar otro tiro y yo corro detrás de él. Mi hijo se tropieza, tropezamos los dos y caemos juntos y nos vemos cara con cara. Cuando se acercó el tipo —dijo gimiendo— le disparó a mi hijo en la cabeza.
Otro de sus hijos, Maximiliangeli, el de nueve años, presenció el asesinato.
La muerte de Jonaiker Centeno fue reseñada solo por uno de los medios de comunicación digital que sobreviven en Venezuela, ante la hegemonía comunicacional impuesta por el régimen de Nicolás Maduro. La nota periodística refirió que para los familiares se trató de un robo pero que, según la policía, fue un ajuste de cuentas entre quienes mantienen control de parcelas en la zona.
A diferencia del primero a los verdugos de Luis Wilson, el segundo hijo que le asesinaron a Lilian casi dos meses después, en agosto, no pudo verles la cara: tenían el rostro cubierto con pasamontañanas negros, que usan los integrantes de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) una unidad comando de la Policía Nacional creada en 2016, temida por la mayoría de los venezolanos por sus despiadadas actuaciones.
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Lilian tiene 45 años. La tristeza que la acompaña desde hace diez meses, impronta indeleble por la muerte de dos hijos, y la pobreza en la que vive que no la deja alimentarse bien porque no tiene cómo pagar la comida, la tienen consumida. La permanente expresión de dolor en su rostro hace que en medio de sus cejas los surcos de su frente se unan como dos manos en forma de plegaria.
Tiene los ojos hundidos en una órbita violácea de tanto llorar. Lo hace a diario, aunque sabe que su llanto no hará que ellos regresen. Sentada en el angosto espacio del descanso de las escaleras que dan a la entrada de su vivienda habla con la mirada hacia donde se divisa el camposanto que le da el nombre al sector donde vive: El Cementerio. Allí están los restos de Jonaiker. Y los de Luis Wilson.
Vive desde hace once años en una casa cuyas paredes, a medio terminar, están rematadas con pedazos de sábanas viejas con las que se dividen los espacios interiores del hacinado lugar. Así están separados el que hace de cuarto, donde además de una cama hay varias colchonetas enrolladas en el piso de cemento, del que funciona como cocina y sala y uno posterior donde está el baño. Una mezcla de grasa y hollín cubre con un manto negruzco los objetos que hay en el sitio: muñecas, ollas de latón, una hornilla eléctrica, platos de plástico, osos de peluche con adornos de navidad, dejados al olvido en varias repisas encima del fogón de la cocina.
En ese “rancho” de 50 metros, como son llamadas las viviendas en la zonas de escasos recursos en Venezuela, construidas con una “ingeniería local” que no conoce de formas ni de seguridad, pero que aprovecha el espacio al máximo en los cerros de la capital venezolana, viven 14 personas. Cinco adultos y nueve niños: entre ellos Lilian y sus otros cuatro de siete hijos que parió. “El primero fue Luis Wilson, él ahorita tuviera 24 años, el segundo se me murió al nacer, el tercero fue Jonaiker que ahorita estuviera para 22, después vino la niña de 16, después la de 10, después el de 9, y la de 7 años”.
Lilian viene de una familia numerosa, tiene siete hermanos. La situación de pobreza en la que siempre ha vivido no fue buena consejera para evitar que trajera más de media docena de hijos al mundo. “Cuando era más joven quería tener muchos hijos”, repitiendo el mismo esquema de su madre. “Los hijos son la familia, lo son todo”. Todos sus hijos fueron deseados y aunque paró cuando nació la de 10 años por la crítica situación en la que vivía, luego tuvo dos más. “A veces me pongo a pensar, si me hubiesen matado a Luis Wilson y a Jonaiker y no hubiera tenido más hijos me hubiese quedado sola, porque la familia son los hijos de uno. Pero no fue así. Tengo mis propios hijos y por ellos es que sigo adelante y trataré de darles una mejor vida, que estudien y que…bueno…”.
Wilson, su primer hijo nació el 28 de septiembre de 1992. Ella tenía 18 años y llevó sola su barriga a cuestas porque al padre de Wilson lo asesinaron en El Valle, localidad popular contigua a El Cementerio, donde vivía entonces cuando tenía un mes de embarazo. Con la pérdida de su segundo hijo de por medio nació Jonaiker el 4 de julio de 1998. Pero al padre de Jonaiker también lo asesinaron cuando él tenía tres años de edad. Dos padres asesinados. Dos hijos asesinados. Como si se tratara de una karma.
—Es algo que en verdad a veces yo me pongo a pensar. Es como que… si lo que hicieron o dejaron de hacer ellos, lo pagaron los hijos. Es como que… si ellos debían algo y lo cobraron con mis hijos.
Cuando Jonaiker estudiaba —llegó hasta sexto grado de escolaridad— quería ser policía.
—Desde pequeño le gustaba, pero después cuando fue creciendo vio que a los policías los mataban y dijo: «¡no, la pinga!, no voy a dejar que me maten así. No voy a poder vivir en mi cerro, donde nací, crecí… me matan», repitió Lilian recordando las palabras de Jonaiker.
En Venezuela, ser policía era una forma de movilizarse en la escala social. Se obtenían las prebendas que otorgaba el sistema pero además se lograba algo más importante que eso: el respeto de su entorno y un arma de uso legal que le confería un poder incuestionable. La antigua Policía Técnica Judicial (PTJ) hoy Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) era el organismo de investigación judicial auxiliar al sistema de justicia. Junto a la extinta Policía Metropolitana eran responsables de combatir el crimen en la capital venezolana. Con la llegada de la llamada revolución bolivariana en 1998 inició un proceso de reformas que multiplicó las policías municipales y regionales hasta su reunificación estatal con la creación de la Policía Nacional en 2009.
Hoy ser policía no es una buena referencia. Según la ONG Human Right Watch las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional han cometido “ejecuciones extrajudiciales en comunidades de bajos recursos que dejaron de apoyar al gobierno”. En los barrios de El Cementerio para los vecinos es garantía de una relativa seguridad el que la zona esté controlada por bandas armadas, cada una en su sector. Han reducido los robos en la comunidad, y median en la resolución de los problemas. A esa zona no tiene acceso la policía.
Proyectar en su vida el juego de policías y ladrones, la lucha del bien contra el mal le duró poco. Jonaiker cambió sus ganas infantiles de ser policía a los diez años por ser veterinario. Gallos, gallinas, perros, ratas pasaban por sus manos como si fuera un diestro médico de animales. Pero ese deseo también se le apagó. Dejó de estudiar.
—Yo era sola, yo no trabajaba, él veía que el libro, los cuadernos costaban. Todo era un sacrificio. Tres días antes de que me lo mataran, él me dijo, paradito ahí: «tú sabes lo que tienes que hacer Lilian —no me decía mamá—. Pon a esos carajitos a estudiar para que saques algo de ellos, están pequeños, que ellos estudien». Y yo le decía Jonaiker pero cómo, tú ves que yo estoy sola, quién me va ayudar, yo no trabajo, la vaina está fuerte. «Con sacrificio lo puedes hacer, ponlos a estudiar», me respondió.
Cuando fue asesinado estaba sin trabajo. Anteriormente cosía con el abuelo pero la crisis también les quitó el ingreso de dinero.
Si Jonaiker hubiera tenido posibilidades de continuar estudiando, si su entorno hubiera sido menos hostil, si hubiera mantenido su deseo de ser veterinario a pesar de sus circunstancias, si el deseo de Lilian se hubiese hecho realidad y hubiera llegado a ser médico, si no hubiese tenido “afán” por las cartas, si no hubiese ganado dinero fácil con las cartas, si no hubiera sido tan “revirón” como lo recuerda su abuela. Se enfrentaba a cualquiera y le contestaba, sin medir a quién se ganaba de enemigo.
—Una vez subió la Faes hasta aquí buscando a alguien y se metieron en la casa y lo sacaron para afuera, y un policía le dijo a Jonaiker «donde te vea te mato»…Y él le respondió «por qué me vas a matar, qué te he hecho…».
Si no hubiera retado con la palabra a su asesino quizás no habría terminado tirado en la cancha con un disparo en la cabeza a manos de uno de los “azotes” del barrio.
Neno, como le dicen al penúltimo de sus hijos, el testigo de la muerte de Jonaiker, vivió casi ocho meses de trauma a causa de haber presenciado el homicidio. No quería salir de la casa, tenía miedo de que Elvis Castro, de 24 años, el asesino de su hermano también lo matara a él. «Me mataron a uno, luego me mataron al otro. Cuando yo esté grande yo también voy a ser como esos tipos que mataron a mis hermanos y también los voy a matar», recordó Lilian las palabras del niño. Palabras que no dejan claro si el niño quiere ser policía como los que mataron a Luis Wilson o delincuente como el que acabó con la vida de Jonaiker.
Casi un año después Neno va a clases desde que sabe que Castro está muerto. Ya no tiene que verlo al recorrer el trayecto hacia la escuela.
La muerte de Jonaiker fue investigada por el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) pero no hubo detenidos. No hubo justicia en el sistema judicial aunque Lilian cree que hubo justicia divina. Seis meses después el homicida de su hijo fue asesinado por otra banda de la zona.
—No me alegra, de verdad, porque quizás la madre pasó por lo mismo que yo pasé o quizás hasta peor. Pero lo pararon, porque si no, quién sabe cuántos muertos más ya no tuviera por ahí. Por lo menos siento un poco de tranquilidad, porque cuando mi hijo cumplió los cinco meses, él andaba todavía por ahí jodiendo y respirando el aire.
Para Neno, por ahora, la suerte está echada. Va a la escuela y además come al menos una vez al día porque está amparado en el programa Alimenta la Solidaridad, que facilita ingredientes a un grupo de madres del sector —entre ellas Lilian— que cocina a diario para un número determinado de niños. Es posible que de su mente infantil esté alejado, por ahora, el pensamiento de hacer justicia por sus propias manos. Quiere ser doctor.
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En menos de dos meses, el miércoles 17 de octubre de 2018, Lilian Centeno le vio por segunda vez la cara a la muerte. La Fuerza de Acciones Especiales (Faes) irrumpió en el urbanismo Cacique Tiuna de la parroquia Coche en uno de los 44 operativos que hizo durante ese año, y en los que según el reporte del proyecto Monitor de Víctimas fueron asesinadas 136 personas. El hijo mayor de Lilian, Luis Wilson, fue una de esas.
—Jonaiker se entiende, porque vivimos en un cerro donde la vida no le pertenece a uno —se lamentó Lilian—. Pero las Faes, por qué me matan a Wilson, por qué, si él no tuvo ningún delito, nunca mató a nadie, nunca robó a nadie, cómo se explica que ellos me lo matan. Nunca me dieron explicación.
Durante sus operativos los funcionarios de las Faes llegan a la zona en camionetas negras sin placas, bloqueando los puntos de acceso. El negro cerrado identifica su vestimenta, cubren su cabeza con pasamontañas y llevan armas largas, según está asentado en el informe presentado el 4 de julio de 2019 por Michele Bachelet, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas.
Las familias de las víctimas entrevistadas para ese informe “describieron cómo las Faes irrumpieron en sus hogares, se apoderaron de sus pertenencias y ejercieron violencia de género contra las mujeres y las niñas, incluyendo la desnudez forzada. Las Faes separarían a los hombres jóvenes de otros miembros de la familia antes de dispararles. Según sus familiares, casi todas las víctimas habían recibido uno o más disparos en el tórax. En cada caso, las personas testigos reportaron cómo las Faes manipularon la escena del crimen y las pruebas. Habrían plantado armas y drogas y habrían disparado sus armas contra las paredes o en el aire para insinuar un enfrentamiento y demostrar que la víctima se habría “resistido a la autoridad” (…) En algunos casos, las autoridades declararon que las víctimas eran delincuentes antes de que hubiese concluido la correspondiente investigación oficial”.
Ese informe presentado al mundo nueve meses después de la ejecución de Luis Wilson coincide con la que habría sido la escena de la ejecución que Lilian logró reconstruir por el relato de una vecina de su hijo.
—Una señora que estaba dentro de su casa vio cuando mataron a mi hijo. El policía le dice a Wilson: «¿tú tienes un hermano que te mataron hace un mes?», y Wilson le contesta: «sí, me lo mataron». Y el Faes, le dice: «¿cómo se va a sentir tu madre cuando te matemos a ti?». Y mi hijo le dice al policía: «señor policía, con todo y respeto, el día de morirse es uno sólo, y si yo me tengo que morir hoy, yo me muero». Y porque mi hijo le contestó así, ellos me lo mataron. ¡No es justo!
A Lilian nadie le saca de la cabeza que la ejecución de Luis Wilson guarda relación con el asesinato de Jonaiker. Esta muerte no la denunció.
—Cuántas muertes ocultas han quedado, en las que ha tenido que ver la Faes, la policía, y eso ha quedado así por el hecho de las personas ser pobres…
Luis Wilson tenía en su poder un arma Smith & Wesson calibre 38mm y pertenecía a la banda del apodado el “Coqui” uno de los delincuentes que controla la Cota 905, también en el suroeste de Caracas, una de las designadas “Zonas de Paz”, por el gobierno donde no entra la policía. Esa fue la versión policial de su muerte.
Ni Luis Wilson ni Jonaiker Centeno tenían antecedentes penales según los registros
del Sistema Integrado de Información Policial del CICPC.
La cuarta hija de Lilian, Yorgeth, de 16 años, va a retomar el colegio. Está retrasada, apenas comenzará el primer año de bachillerato. Quiere ser policía de inteligencia para “atrapar a los que mataron a sus hermanos”. Quizás aspira ser lo que su mamá no fue.
Porque cuando estudiaba, antes de los 18 años Lilian también quería ser policía.